Justo cuando la noche empiece, a la hora acordada, búscame.
Allí, en medio de las hojarascas de ese repetido otoño, búscame.
Cuando el sol esté en trance,
cuando inicie su rojiza caída sobre el horizonte del inmenso mar, búscame.
No importa que salga la luna,
no importa que caiga una estrella azul sobre la morada vieja;
allá, en la montaña cálida de nuestros encuentros, búscame.
Es lejos y ha pasado el tiempo. No importa, búscame.
Es rígida la poltrona de la espera.
Hay un papel que se ha vuelto marrón en mis manos:
he allí tu nombre, he allí mi ubicación exacta. Búscame.
Hay una prolongada noche que se extiende hasta el sol de tu amanecer.
Hay una mirada larga que no la opaca la distancia, ni los bosques, ni la lluvia, ni tu ausencia.
Hay una puerta abierta en medio de la esperanza,
en el centro de la habitación donde mora un baúl repleto de latidos de corazón,
de burbujas de suspiros, de ensueños y de ambiciones tendenciosas.
Si llegaras a visitar la ciudad de lúgubres sueños,
la que está perennemente bañada de mar,
la ciudad que me pertenece de tanta constancia;
la ciudad donde el sol ejecuta rigurosamente,
cada final de la tarde, el ritual de dejarnos huérfanos de luz;
si llegaras a visitar esa ciudad, nunca lo olvides,
siempre estaré allí. Búscame.