Nietzsche afirmaba que los poetas y escritores, por querer hacer más llevadera la vida de los hombres, solían apartar la mirada de su presente penoso y colocarla en su pasado para hacer irradiar de él una luz que les permitiera presentar ese presente con colores nuevos. Siguiendo este argumento, podríamos decir que una de las características fundamentales de la buena literatura reposa en su atemporalidad y su riqueza hermenéutica.
En la primera parte de las Memorias del subsuelo, Fiódor Dostoyevski nos señala los peligros del “cómputo de todos nuestros deseos y razonamientos”. Irónicamente, a pesar de ser un libro escrito en el siglo XIX, las preocupaciones por la automatización de la libertad humana y su desarrollo libidinal resultan significativamente presentes para nuestra realidad. Para Dostoyevski, “solo una libre e ilimitada elección… aunque sea la más loca fantasía llevada a veces hasta el frenesí… puede convertir en polvo, con un solo contacto, todos los sistemas y todas las teorías del cómputo”.
Podríamos afirmar en este sentido, y trayendo a Dostoyevski a nuestro presente, que la verdadera vida, a la cual nuestra subjetividad debe estar encaminada, es aquella que se ubica más allá de la neutralidad capitalista (la indiferencia moral fomentada por las redes sociales) y de las viejas y nuevas estructuras jerárquicas (los dispositivos de clase, género y raza que la gobernanza algorítmica sobre determina). Solo despertando la epopeya de los impredecibles, máxima potencia de los humanos, es posible configurar una verdadera vida.
Volviendo a Dostoyevski, podríamos afirmar que la más radical y absoluta apuesta ante sus preceptos se realiza casi 3 siglos antes de la redacción de los mismos, en el Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes. Esta obra representa la más “loca fantasía llevada hasta el frenesí” personificada en la figura de Alonso Quijano.
¿Qué es eso de don Quijote?
Don Quijote traduce la resistencia del hidalgo Alonso Quijano al tránsito de la España del mundo de la aventura a la España del cálculo mercantil; su locura es una teatralidad ante ese mundo que le duele y le es insoportable, un mundo que inaugura el cómputo comercial sobre la mercancía humana.
Cervantes vive el apogeo del imperio español, fruto del saqueo de América. Vive la victoria de Lepanto (1571), pero también vive el desastre de La Armada Invisible (1588) y la muerte de Felipe II (1598), elementos que darán inicio a la larga decadencia de la España mercantilista frente al naciente capitalismo de los Países Bajos.
Esta combinación de situación y experiencia convierte a Cervantes, en opinión de Ángel Valbuena Prat, en el maestro del humorismo trágico y desesperanzado. De igual forma, hacen del Don Quijote de la Mancha la gran obra barroca del Siglo de Oro, y esto no es casual; el barroquismo, como bien nos enseñó Alejo Carpentier, “suele presentarse precisamente en el momento culminante de una civilización o cuando va a nacer un orden nuevo en la sociedad”. El barroco, por ende, suele ser desde el punto de vista artístico resistencia, síntoma y forma de irreverencia frente a la crisis.
Don Quijote de la Mancha está compuesto por 2 libros, el primero publicado en 1605 y el segundo en 1615. El primer libro está compuesto por 51 capítulos (Cap) distribuidos en 4 partes; el segundo libro contiene 74 Cap de corrido. Esto hace que se considere una obra extensa, teniendo ediciones que superan con creces las mil páginas; a pesar de lo anterior, se considera la obra escrita más leída después de la Biblia. Atendiendo a lo anterior y tomando en cuenta los límites físicos del presente artículo, abordaré detalles muy generales del mismo, advirtiendo de entrada los obvios spoilers que se darán.
La curiosa historia de Cide Hamete Benengeli
De partida es necesario hacer algunas aclaraciones: según el propio Cervantes, el verdadero autor de la obra es un árabe, Cide Hamete Benengeli (L I, Cap 9), cosa que incluso los propios personajes reconocen gracias a los comentarios del bachiller Sansón Carrasco (L II, Cap 3), incluso en un hecho que los personajes del Quijote de Fernández de Avellaneda también aceptan gracias al juramento notarial de don Álvaro Tarfe (L II, Cap 72).
La famosa frase «Si los perros ladran es porque cabalgamos» no existe en ninguna parte de la obra; la frase más cercana y quizá la que dio origen a la apócrifa es “…yo, comido de perros, que así nos traen corridos y asendereados”, dicho por Sancho en el pueblo del Toboso al inicio de la tercera salida de don Quijote (L II, Cap 9).
Desde el punto de vista técnico, resulta curioso descubrir errores onomásticos en citas y fuentes usadas en los discursos y monólogos del don Quijote a lo largo de toda la obra, incluso lagunas groseras y evidentes como la del robo de la mula de Sancho en Sierra Morena (L I, Cap 23). Por otra parte, a pesar de que en lo personal no considero que la mejor poesía del Siglo de Oro esté en Cervantes, como el mismo confiesa en el Viaje del Parnaso, su obra más poética, al afirmar: “Yo, que siempre trabajo y me desvelo/ por parecer que tengo de poeta/ la gracia que no quiso darme el cielo”.
Si considero que el mejor poema del Siglo de Oro está en el Quijote, muy a pesar de mi absoluta admiración por Francisco de Quevedo en este campo, me refiero a la canción de Grisóstomo (L I, Cap 14), poema que ha merecido el reconocimiento del cáustico Ángel Valbuena Prat al afirmar sobre el mismo que posee “buenos versos y acertadas expresiones”.
Otro elemento poco conocido de Quijote es la presencia del género de la novela, que para el siglo XVII tenía un mayor parentesco con el teatro que con la novela moderna. La novela de Anselmo y Lotario (L I, Cap 33-35), una tragedia con aire shakesperiano y con un singular parecido a “Otelo”, al menos en el argumento, recorre las temáticas del amor, los celos y el engaño, ofreciendo una representación catártica, en la cual, para utilizar palabras del propio Shakespeare, se “ofrece a la naturaleza un espejo en que vea la virtud su propia forma, el vicio su propia imagen, y cada nación y cada siglo sus principales caracteres” (Hamlet. Acto III, Escena VIII).
Mucho se ha discutido sobre el sentido hermético o místico que Cervantes quiso representar en el arrepentimiento de Alonso Quijano frente a la locura de don Quijote que cierra el segundo libro (L II, Cap 74). Sin embargo, muchos pasan por alto las propias advertencias del autor en este sentido, cuando señala: “No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballería, que por las de mi verdadero don Quijote va ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna” (L II, Cap 74). Esto nos explica lo anterior: hasta el propio don Quijote (representante de la flamante caballería) debe ser aborrecido, denigrado y negado; siendo muy hegeliano, podríamos hablar de una negación de la negación que libera al propio sujeto de su referencia y, por tanto, de cualquier determinación o cómputo, como soñaba Dostoyevski.
¿Para qué don Quijote?
El filósofo Bolívar Echeverría ha llamado a esta práctica “la estrategia melancólica de trascendencia”, una donde el fracaso mismo y la negatividad más absoluta se convierten en mecanismo de trascendencia. Quizá en nuestro tiempo, donde la crisis del proyecto moderno ha dado paso a un hedonismo nihilista predominante, sea momento de usar la melancolía para lograr una trascendencia, es decir, no solo negar la razón instrumental moderna (el cuerdo Alonso), sino también la forma antimoderna del hedonismo nihilista (el arrepentido don Quijote) y apostar por una transmodernidad en la figura del Quijote de Sierra Morena (L I, Cap 25), donde lo melancólico (por lo pasado) y lo patético (por lo futuro) sea nuestro combustible de trascendencia.